miércoles, diciembre 24, 2008

Mi abuelo

Cuando mi abuelo vivía, alguna Nochebuena, con el ajetreo de la preparación de las comidas, los saludos y los reencuentros, no nos acordábamos hasta última hora de que el día 24 era su cumpleaños, aunque siempre, tarde o temprano, acabábamos pasando por su casa, donde estaba esperándonos presidiendo el salón, en su sillón de madera de olivo con el asiento de anea, la chivata apoyada en un brazo, la mascota puesta. Por allí íbamos llegando hijos, nietos, biznietos, que, cada año, escuchábamos, sin creer que dejaríamos de hacerlo, la misma cantinela de lo viejo que era, lo malo que estaba y lo pronto que se iba a morir. Y así llegó hasta los 94 años.
Ahora, como suele ocurrir en los días que han sido cumpleaños de personas queridas, el vacío de esa celebración deja un gran hueco. Por eso hoy me he acordado de mi abuelo, que se llamaba Ángel, que arrastraba, además, una denominación añadida, “el del Niño Grande”, heredada de su padre, y que nació una Nochebuena. Lógicamente, con estos condicionantes, mi abuelo tenía que ser, en el buen sentido de la palabra, bueno.
No recuerdo de él grandes hechos ni grandes palabras. Era un hombre sencillo, alegre, tranquilo, con la mentalidad pragmática del hombre de campo. Se reía de mis prisas, que llevaba ya de pequeña, cuando iba corriendo al colegio y me negaba a darle un beso “porque no me daba tiempo”. Se acordaba puntualmente de mi edad y del día de mi nacimiento, pues yo era la primera nieta, y tuve que ser algo así como un sortilegio para conjurar una antigua enfermedad que tuvo ya que, al referir mis años, siempre presumía de estar vivo y recordaba el diagnóstico de aquel especialista médico que visitó y que, ignorante, llego a decirle, a los días de yo nacer, que no vería casarse a su nieta. Sería por eso que también para él fue importante llegar al día de mi boda. Y su manera de celebrarlo fue regalándome los zapatos de novia, de cuya compra, al cabo de los años, se sentía muy orgulloso. Porque él casi nunca regalaba dinero, pero eso no le hacía ser menos generoso: recuerdo que me guardaba los mejores higos de su higuera, incluso cuando yo ya no vivía en el pueblo.
Mi abuelo era un abuelo de los que ya no hay. Y no sé muy bien como describirlo sin hablar de mí, o de la visión que mi abuelo tenía de mí. Quizás, egoístamente, el mejor recuerdo que guardamos de quienes nos rodean sea lo bien que nos han tratado y cuánto nos han querido.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues si, es un texto que calca lo que el abuelo era y sobre todo me hace recordar lo del beso y las prisas.
Te felicito.

Carmen Martin Porquera

Juan Antonio González Romano dijo...

Me has hecho recordar también a mi abuelo, que aguantó vivo hasta poder verme casado. Con todo (y así, más aún), muy feliz navidad para ti, Marian

Marian dijo...

Vaya, qué sorpresa...un comentario de una madre por estos sitios no se recibe todos los días. Sabía que la entrada te gustaría.
Juan Antonio, me alegro de haberte hecho recordar a tu abuelo, seguro que también era una buena persona. Gracias por pasarte por aquí y feliz navidad de nuevo.