
Es cierto que a veces la realidad supera a la ficción y algo que puede resultar hasta estrafalario y exagerado en una obra literaria aparece con toda la normalidad del mundo cuando y donde menos te lo esperas.
Recuerdo haber encontrado en un libro, creo que en El año del diluvio, de Eduardo Mendoza (si no es edito y borro) un personaje de lo más pintoresco, el padre de la protagonista, que insistía a la menor ocasión en recitar versos, según él, de su propia creación. Y así, tan campante, se apropiaba de poemas conocidísimos de Espronceda, Lope de Vega o Calderón de la Barca. Pues hoy se me ha aparecido alguien así en la vida real.
Esta mañana he ido a comprar a una de esas tiendas antiguas que sobreviven todavía a duras penas en algunos pueblos. Ésta es la tienda de Manuel, donde venden a la par tornillos, colonias, hilos, aguarrás, cuadernos, martillos, sábanas, lápices o botones. Allí estaba, como siempre, la mujer de Manolito, tan bien hablada, tan bien peinada. Cuando voy, de tarde en tarde, me pregunta por la familia, por mis estudios o mi trabajo, y me suelta, tan pancha, alguna palabreja que delate su cultura y su gusto por lo fuera de lo común: a ella no le gustan las cosas pérfulas. Y hoy me ha dicho que se entretiene leyendo libros. Concretamente, ahora tiene entre sus manos uno del Arcipreste de Hita. Le digo que será El libro de Buen Amor, a lo que ella responde que no, que es otro de poesías. Además, me confiesa, ella también escribe poemas, que se le vienen a la cabeza en cualquier momento. Y los escribe en el primer papel que encuentra. En un sobre que hay encima del mostrador milenario, con unas letras señoreadas y con aire de escuela de los años treinta, se asoma una de sus creaciones. Llévatelo si quieres, me dice, que ese lo he escrito hoy mismo:
Recuerde el alma dormida
recuerde el alma y despierte,
cómo se aleja la vida
y cómo se acerca la muerte.